Un blog de Inspectores de Hacienda del Estado (IHE)

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La Casa de la Pradera

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En la Roma Antigua, la mayoría de sus ciudadanos conformaba la llamada plebe frumentaria. Era una masa indolente que sólo afilaba el gesto cuando los próceres de la cosa pública le escamoteaban alimento y diversión. Mientras silos y dispensarios anduvieran a rebosar de grano, y el Coliseo ofreciera su ración diaria de cuerpos triturados –gladiadores en los idus; cristianos a las calendas; tanto muere, muere tanto–, bien podían darse de leches Mario y Sila, César y Pompeyo u Octavio y Marco Antonio: nadie se escandalizaba un comino por ello. El visitante del Foro prestaba la misma atención descuidada a pescados y vegetales, comercializados allí, que a las manos y la lengua del recién asesinado Cicerón, expuestas en la tribuna rostra por deseo del luego perdedor de Actium. Panem et circenses, ha llamado la posterioridad historiográfica a semejante forma de hacer política.

Nuestra época es depositaria de esa tradición, que ha sido capaz de sublimar. Ahora el circo lo montan, directamente, cónsules, ediles y cuestores. Y como, de resultas, el pan se ha quedado huérfano de presencias, lo acompañan de funcionarios. El funcionario es el roto de todos los descosidos, la llave oxidada de toda cerradura, el mal que justifica la administración de cualquier bálsamo. Aunque no trabaja, tiene el trabajo asegurado de por vida; vive de los demás, incluso, al parecer, de aquellos que no pueden pagarle el sueldo porque, debiéndolos, no pagan sus impuestos (son más, muchos más, muchísimos, de los que pueda creerse, los integrantes de esta caterva escaqueada). El funcionario … Hay que someterlo a tasa. Sus privilegios (dicen quienes andan ahítos, a punto de reventar de hartura, de los suyos propios) deben terminar.

Semejante dogal, de reluciente cuero, lo agitan, frente a los barrotes de la jaula que es España sus carceleros. Unos seres uncidos a su porra justiciera sin mérito ni capacidad alguna; cancerberos de currículum evaporado, patulea de espectros obscenos con antecedentes profesionales inmaculadamente vacíos de contenido.

Como aquellos otros magistrados pretéritos, estos vigilantes de nueva laya empujan al barro del oprobio a quienes son todo lo que ellos no; lanzan a esa charca infestada de podredumbre a quienes han alcanzado el puesto que ocupan por sus pasos contados, sin deberle el cargo a nadie más que a sí mismos. Los embuten en semejante cieno nauseabundo para satisfacer la envidia cainita de sus idiotizados compatriotas. Mientras esos reclusos bobalicones, prisioneros envilecidos de sus políticas maquiavélicas, se revuelven en su propio estiércol, ellos –estatúderes y landgraves, príncipes electores del Sacro Imperio Mangante Hispánico–, abandonan a paso ligero la majada infecta. Se dirigen gozosos a la loma situada más allá del cumulonimbo de efluvios malsanos. Allí erigen su excluyente mundo de Jauja. Con tiras de la carne tricolor de citoyen, importado al país de Osborne.

Cada argumento que ofrecen a sus incautas víctimas les permite elevar una altura más las paredes de su club-balneario. “Las oposiciones actuales están obsoletas·”, dicen cuando, en realidad, opinan que son muy difíciles y les dejan poco margen de serpenteo. Aún no han terminado sus lenguas bífidas de esputar tamaña maledicencia y la primera fila de ladrillos comienza a asomar cuello por encima del horizonte. Mientras se afianza en esa alzada, ellos sustituyen seculares pruebas objetivas por exigencias de etérea y manipulable corporeidad (entrevistas, habilidades directivas, empatía, asertividad, resiliencia, … inductancia, impedancia, gravedad, capilaridad y entropía). “Acceder directamente a los puestos superiores de la Administración del Estado es retrógrado: no todos pueden costear el intento”, braman a renglón seguido, exultantes, en un intento de arrullo que termina por descontrolarse, con la boca supurante de arrogancia matona. La segunda fila de briquetas emerge sólidamente asentada sobre la primera cuando, en vez de financiar el intento a quienes lo pretendan y no dispongan de medios, castran simplemente el vuelo de los que sí pueden. “Resulta preferible (¿para quién?) empezar por abajo e ir subiendo mediante promoción, en función de los progresos que se vayan demostrando (¿ante quién?)”, vociferan desgañitados ya. Y se cuelan paniguados de afiliada procedencia por entre las paletadas de cemento grumoso. “Las oposiciones emplean demasiado tiempo. Hay que introducir agilidad en su desarrollo”, se oye a la tercera andanada, cuando ya la segunda fila de su Edén áureo ha dado paso a su sucesora. Y se nombran interinos que no han superado ninguna de las pruebas ahora exigibles (ni tan siquiera ésas, urdidas con posos de café reutilizados hasta la insalubridad).

Viene luego una cuarta acometida, y una quinta … siempre, bajo el atento escrutinio de su plomada torcida.

Por fin, la edificación queda terminada. Se la divisa erguida orgullosamente, tras la loma, más allá de la pocilga y sus hediondeces. Es La Casa de la Pradera. La habita una nueva raza de seres, todos ellos democratizados, igualados, nivelados y enchufados. El esclavo, que en su delirio se cree libre, hecha ya la digestión del frumento, pretende entonces dirigirse hacia ella. Sólo quiere acceder a lo que es suyo. ¡Pobre imbécil! No tienes nada. El juguete que esos desaprensivos han construido a despecho de vuestra inconsciencia colectiva no te pertenece. Los cónsules, solo ellos, son amos. Son patrones absentistas, por demás. Visitan sus posesiones de tanto en vez, cuando algún enjuague lo precisa. Porque, de continuo, quienes regentan el solaz son tipos endeudados por un favor irredimible, naturalezas esféricas que jamás pagarán el débito al usurero. ¡Nunca! Ellos, con sus manos serviles y obsequiosas, a la voz del amo, entre saltitos de cánido amaestrado, dan por el culo al enemigo; ponen el culo (el suyo propio, naturalmente) al amigo y aplican al indiferente –es decir, a ti y a tantos otros memos como tú– la legislación vigente. Esto último lo hacen sin encono, con desgana, lentamente, como en un desangrado cadencioso, que, sin embargo, conduce igualmente a la muerte.

Frente a la Casa, en donde el montículo inicia, a modo de antesala, un suave repecho, un aviso clava sus garras en las entrañas de la Madre Tierra: “Bienvenidos al siglo XIX”, reza.

En la casa de la pradera no hay seres que piensen por sí mismos. La nueva Administración del siglo XXI-XIX, interactiva, adaptativa, inclusiva, constructiva, expresiva, discursiva, afectiva, conectiva, sensitiva y volitiva, y exenta de IVA, se mueve gracias a un complejo –quizá no tanto– sistema de engranajes, diseñado a la medida de los señores del castillo.

El viento agita los mazos de buganvillas junto a la entrada. Contra sus columnas se estrella suavemente la brisa de la tarde, dispuesta a volverse tornado si el caso lo requiere.

En lontananza inversa, allá abajo, en el vertedero, la plebe rezongona se congratula. Huele mal, mucho más que antes. Infinitamente más. Pero lo que cuenta es que el funcionario ha sido inmolado. Ahora también él rebusca entre las cáscaras de bellota podridas. El funcionario … el hombre ingresado por mérito y capacidad, que no era como ellos porque no se dedicaba a lo mismo que ellos y no podía, por eso, ser democratizado junto a ellos. No vendía coca-colas ni bolsas de pipas. Ejercía las supremas potestades del Estado (ordenadoras, sancionadoras, inspectoras). Lo hacía siempre con un ojo atento a la ley, que era tu única garantía, membrillo. Gracias a él eras ciudadano y no súbdito. La Ley … Ahora no hay ley. La Ley es Marco Antonio, o Augusto, o César, o Mario, o Sila o ….

Todo esto sucede en el altozano, lejos de la boyeriza, más allá de los apriscos en donde la peste asienta sus razones malsanas. En el punto exacto en el que las miasmas pantanosas mutan a perfume de los dioses.

Superado el siglo XXI-XIX, adviene el XXII-XVIII. Una mañana de bruma, alguien, sepultado bajo un montón de hez, transportado con criminal retraso a la lucidez, protesta: “Esto no puede ser. Habrá que hacer una revolución”.

– La revolución ya está hecha, botarate. Y la has perdido –lo devuelve a la realidad uno de aquellos funcionarios que sí funcionaban. Uno que, junto a él, hunde también a diario el hocico en el fango, a la búsqueda de una corteza mohosa que llevarse al coleto.

 

Por Manuel Santolaya Blay,  Inspector de Hacienda del Estado

*Las opiniones expresadas en las publicaciones del blog «NOSÓLOIMPUESTOS» son de la exclusiva responsabilidad de sus autores, pudiendo no coincidir con las de IHE 

 

3 Comentarios

  1. Ana 29 de febrero de 2024

    Soberbio, Manuel, se entiende todo muy bien. Enhorabuena, compañero

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    1. Manuel 29 de febrero de 2024

      Gracias

      Responder
  2. Mario Pardo Carmona 29 de febrero de 2024

    Buenas tardes. Mis felicitaciones, hace falta seguir insistiendo sin descanso en el retroceso del servicio público, y en la consiguiente merma de calidad, que supone la politizacion de su acceso. Todo en detrimento de los ciudadanos.

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